viernes, 16 de septiembre de 2016

La conciencia “tranquila”

Dicen casi todos los políticos, los servidores y los administradores de los recursos públicos, cada vez que se cuestionan sus gestiones y sus procederes —y lo suelen hacer público—, que tienen la conciencia tranquila. También lo están diciendo quienes hoy se aprestan a tomar una decisión sobre los acuerdos de La Habana para “la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”.

El conflicto no termina porque se silencien las armas de dos bandos que se enfrentan. Termina realmente si se escudriña sobre sus causas y se pacta para que estas se superen y no reaparezcan. Es decir, la paz no es el resultado de acuerdos exclusivamente referidos a frenar la confrontación armada sino el producto de una decisión comprometida con suprimir los factores que desencadenaron esa confrontación. Así, el acuerdo de La Habana no puede limitarse a un cese al fuego bilateral y definitivo, porque lo que se ha acordado justamente es el tránsito por vías que resuelvan las causas del fuego.

Esas causas se remontan a los orígenes mismos de la historia nacional. Durante todo el siglo XIX y casi todo el siglo XX “se cocinaron” los conflictos que desembocaron en la creación de organizaciones armadas. La mayor parte de las veces, esos conflictos enfrentaron a grupos dominantes de las élites liberal y conservadora, que hábilmente —y apoyándose en la carencia de educación de la mayoría de los colombianos— lograron que sus disputas se resolvieran en cruentos enfrentamientos entre gentes del pueblo. La mayoría de tales enfrentamientos tienen que ver con los intereses de hacendados, ganaderos, industriales, propietarios de empresas financieras o transportadoras o comercializadoras o exportadoras o de medios de comunicación… Y la mayoría de los mismos se asocian con la propiedad de la tierra o el control de los medios para mover diversos sectores de la actividad económica del país.

Si se lee el acuerdo, se verá que el mayor énfasis está puesto en pensar un “nuevo campo colombiano”, en pensar sobre posibles zonas productivas y de reserva, en resolver carencias con respecto a la infraestructura (vial, de riego, eléctrica, de servicios), a pensar en estímulos para la producción agropecuaria, en el mercadeo de los productos agrícolas, en la formalización laboral de las labores rurales… No se piensa en la agroindustria, en los terratenientes, en los ganaderos más poderosos, pues en gran medida el conflicto tiene que ver con el “viejo campo”, el mismo que se mantuvo casi inalterado desde comienzos del siglo XIX y que se sustentó en prácticas heredadas de la mentalidad feudal de la España colonizadora.

Si se lee el acuerdo, se verá que hay un énfasis grande en el tema de la participación política de los colombianos en todas y cada una de las instancias y las decisiones que les afectan. Y es porque la participación ha sido una quimera, pues nuestra “democracia” se sustenta en la “representación” que quienes nunca han tenido poder delegan en los que se han apropiado del poder y lo han empleado para incrementar sus fortunas y para mantener un “orden” que es “su” orden (y cacarean, todavía hoy, en favor de la libertad Y EL ORDEN, obviamente porque el ordenamiento lo han impuesto y lo han mantenido de manera que no contraríe sus aspiraciones).

Si se lee el acuerdo se verá que hay un énfasis especial en el tema de la justicia transicional. Y esto es porque la otra justicia, la de siempre, no es una justicia equilibrada e imparcial. Sabemos que muchos políticos eluden la justicia de todas las formas posibles: pagan fianzas elevadas, viajan al exterior y se pierden, cuentan con abogados que solo ellos pueden pagar, pactan arreglos con los administradores de la justicia para que se les rebajen penas o se les otorguen beneficios… Cuando se trata de dineros, los tienen en cuentas en el exterior que no pueden ser rastreadas o intervenidas…



La justicia es la de quien tiene el poder, en cualquier época y en cualquier  lugar. Sería extraño que se juzgara y se condenara a un presidente de los EE.UU. por las muertes de civiles (ningún combatiente) en Hiroshima y Nakasaki, o en Vietnam… A nadie condenaron en Colombia por la masacre de las bananeras en 1928, y a ningún político de los partidos tradicionales sometieron a la justicia por miles y hasta millones de muertos colombianos en todas las mal llamadas guerras “civiles” del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX…

La conciencia “tranquila” no puede ser la conciencia de quienes creen que no tienen velas en el entierro de tantos muertos (la expresión debe ser literal, y por eso mismo es falsa: en realidad casi todos los colombianos tenemos, o deberíamos tener, velas… porque un familiar, un amigo, un vecino o un conocido han sido víctimas de lo que hemos aceptado como normal).

Es hora de tener la conciencia intranquila, aunque sepamos que muchos insistirán en su tranquilidad (en los pueblos vallecaucanos dicen que viene de “tranca”).

Luis Jaime Ariza Tello

Septiembre 16 de 2016

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