viernes, 7 de noviembre de 2014

Pensar la Educación (II)


Nota previa: Algunos amigos hicieron muchos e interesantes comentarios sobre mi texto anterior. Quizás a ellos les debo una disculpa por la tardanza en esta segunda entrada sobre el tema de la Educación, pero puedo justificarme diciendo que las observaciones recibidas me han llevado a pensar en muchos aspectos que no había considerado, o al menos no del modo en el que se me plantean algunos asuntos en esas notas. De todos modos, debo decir que busco menos afirmarme en mis ideas que propiciar un diálogo creativo, franco y quizás provocador sobre un tema que parece trillado pero frente al cual las expresiones concretas en la línea de una transformación son escasas. Quizás la primera pregunta que debamos plantearnos, y casi seguramente la última frente a la cual tendremos una respuesta clara, es ¿para qué la educación?, puesto que absolverla con un mínimo grado de satisfacción implica pensar en qué tipo de sociedad queremos para quienes vienen tras nosotros. Sigamos caminando y ya veremos.

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"Siempre que en la filosofía actual se ha consolidado una argumentación coherente en torno a los núcleos temáticos de más solidez, ya sea en la Lógica o en teoría de la ciencia, en teoría del lenguaje o del significado, en Ética o en teoría de la acción, o incluso en Estética, el interés se centra en las condiciones formales de la racionalidad del conocimiento, del entendimiento lingüístico y de la acción, ya sea en la vida cotidiana o en el plano de las experiencias organizadas metódicamente o de los discursos organizados sistemáticamente..." Jürgen Habermas, Teoría de la Acción Comunicativa

Al final, se trata de las pretensiones normativas y universalistas en las que se funda la racionalidad que inaugura la modernidad, que parecen aplicarse a casi todas las esferas de la vida en la modernidad, y que se expresan en casi todas "las materializaciones de la racionalidad cognitivo.instrumental, de la práctico moral, e incluso quizá también de la práctico-estética", como señala Habermas en su Teoría de la Acción Comunicativa.

¿Cómo pensar una educación que eluda tales pretensiones?

En Colombia tenemos una historia sindical del magisterio que se ha orientado, con justa razón, a plantear y buscar la obtención de un conjunto de reivindicaciones que dignifiquen una profesión poco valorada por las instancias gubernamentales y, en general, por la sociedad. Sin embargo, la mayoría de nuestros educadores han cumplido (y quizás lo siguen haciendo) una función meramente utilitaria en el proyecto de preparar a la juventud para atender a las demandas de la economía, y para que se inserte en un sistema que se desentiende de metas "inútiles", es decir de toda aquella que no satisfaga la integración en una sociedad global preconcebida, que avanza a paso lento con las mismas promesas de "progreso" o "desarrollo" que anticipaban las múltiples transformaciones que sustentan nuestra idea de modernidad.

Pero lo grave es que la educación misma haya pasado a un segundo plano, porque se considera ya definida, en el sentido de que la misma sociedad parece haber agotado su visión sobre su sentido, sobre su razón de ser, sobre su "utilidad" para cumplir con las expectativas de mantenimiento de órdenes e instancias que se asumen como logros, como "fines alcanzados" de un tipo particular de organización social, aquél en el que vivimos hoy la mayoría de los humanos.

La educación se define generalmente en términos de "transmisión de conocimientos, valores, costumbres y formas de actuar", de manera que quienes se educan "aprenden" de otros individuos, presuntamente "capacitados" para "enseñarles", aquello que necesitan saber para vivir en la sociedad, integrados a ella y siendo capaces de aportar a la misma para que ésta subsista y para que eventualmente resuelva aspectos problemáticos o disfuncionales que pongan en peligro su ordenamiento. Obviamente, hay muchas definiciones, y no afirmo que todos los educadores suscriban la que anoto aquí: sólo planteo que "generalmente" se concibe en tales términos la educación, y puedo asegurar que muy pocos educadores se toman el tiempo necesario para responder por sí mismos en qué consiste su oficio.


Quizás esta presunción de saber qué es la educación, que tantos educadores comparten, explica por qué los debates sobre la misma son escasos o se reducen a pequeños grupos de intelectuales, o terminan por desplazarse hacia los lugares en los que la sociedad muestra sus debilidades y sus fisuras, su tremenda fragilidad, el fracaso de las promesas de la modernidad, comenzando por aquellas que consagró como lema la Revolución Francesa de 1789 ("Liberté, egalité, fraternité"). Y esa misma presunción permite que nuestros educadores crean que sus mayores expresiones de inconformidad deban estar orientadas a procurarse unas mejores condiciones de vida y de trabajo (mejorar los salarios, la seguridad social, los estímulos, los recursos, las instalaciones, las normas bajo las cuales realizan su labor...), y poco o nada se planteen cómo dejar de ser funcionales a un sistema que se sustenta en desigualdades, prejuicios, automatización de individuos, negación de capacidades y talentos, olvido u ocultamiento de la necesidad de cientos de transformaciones que la sociedad requiere para que la libertad, la igualdad y la solidaridad tengan lugar en ella, y no hablemos de la autonomía, las múltiples expresiones de la diversidad, la creatividad, el compromiso y la responsabilidad que con cada individuo podrían hacerse manifiestos en la sociedad si el sentido fuera otro (así pensemos en metas algo utópicas o indefinibles como la felicidad, el amor, la convivencia, la colaboración, la compasión, el respeto por los demás individuos y por todo aquello que existe en el planeta como manifestación de la vida...).

Al desentenderse del sentido de la educación, los educadores se forman para reproducir el mundo que creen merecemos. Se desentienden de toda idea de subversión (entendida ésta en su buen sentido, que no es otro que la transformación o la erradicación de todo aquello que atenta contra los fines no utilitarios de la educación, aquellos que no hacen parte de los prospectos o los proyectos institucionales). Además, es obvio que sus condiciones no dan para mucho: es casi imposible que cuando se trabaja para sobrevivir, y entonces se deban buscar ingresos adicionales a los que procura un empleo para satisfacer algo más que las necesidades básicas, se pueda dedicar tiempo para pensar en cómo transformar las prácticas educativas, cómo seguirse formando, cómo afectar de manera positiva la vida de un estudiante, cómo salirse de la estrecha mirada que proponen las "materias" para abarcar asuntos realmente importantes en la vida de la gente.

Y entonces las "verdades" sobre el mundo y sobre la vida, y sobre el mundo de la vida, resultan ser aquellas que consagra el "sentido común" (que no suele ser otra cosa más que las opiniones de quienes en la sociedad tienen voz y voto, quienes deciden, quienes gobiernan, quienes administran, quienes ejercen algún poder, porque difícilmente pueden escucharse otras, y los medios masivos no atienden las voces débiles de los débiles). Y en los sistemas educativos se seguirá hablando de un éxito y de unos logros que están en función de propósitos que no son tener una vida plena, ser autónomos, tener la capacidad de dar razón de todo aquello que se cree saber (es decir, tener la capacidad de construir los propios saberes), padecer la dulce angustia de pensar y de amar, porque cada expresión del éxito en esos sistemas tiene un nombre ya establecido: hay que adaptarse a la escala que propone una educación progresiva, hacer primaria para hacer un bachillerato para ir a una escuela tecnológica o a una universidad para poder hacer una especialización para poder cursar una maestría para poder hacer un doctorado y, entonces sí, tal vez, construir una familia y hacerse a un empleo muy bien remunerado que garantice una jugosa y tranquilizadora pensión para que a cada buena y aplicada y responsable oveja del rebaño le llegue la oportunidad de entrar al paraíso de la enajenación completa y alcance la felicidad.

Y los educadores seguirán reclamando mejores salarios, más vacaciones, mejor seguridad social y condiciones favorables para poderse pensionar y decir que cumplieron. Y el sistema habrá cumplido, porque jamás alguien intentó mostrar que es una estafa, y que en él se justifican razones y argumentos falaces para que la existencia sea una negación de la vida.

En Bogotá, a comienzos de noviembre de 2014