lunes, 30 de diciembre de 2013

Que no nos maten porque nos dejamos...

NOTA: Comencé a escribir esta nota el 28 de diciembre de 2013. El calendario gregoriano habla del día de los inocentes, pero en 1582 nadie sospechaba que nuestro mundo redujera su tamaño (los entusiastas usuarios de las nuevas tecnologías de la información creen que sus dimensiones crecen, y que tener más datos supone saber más y tener mayor control sobre lo que ocurre). Hay formas de leer, y hay una que indica que cada vez tenemos más información pero sabemos menos, abarcamos más pero reducimos nuestra capacidad de comprensión, tenemos "más poder" pero podemos menos, resolvemos con mayor celeridad las minucias de la vida pero perdemos la vida en ello.


Hace apenas una hora, en el canal de televisión de National Geographic, estuve viendo un programa sobre las terribles predicciones que muchos científicos del mundo hacen sobre lo que le espera a la humanidad en este siglo en materia de desastres "naturales".

La naturaleza, como bien dijo el filósofo colombiano Danilo Cruz (poco leído, poco conocido), es parte del mundo que dejamos atrás los humanos cuando creímos ser amos y señores del planeta. Los mitos y las creencias (o las opiniones, como preferiría Platón) dieron paso al reino de la razón, preconizado por Descartes y celebrado por Kant, y aclamado por quienes se sintieron amos del mundo y constructores de un futuro venturoso cabalgando a lomos de la ciencia. Los comerciantes, los industriales y los gobernantes, sobre todo, imaginaron un mundo de abundancia basado en la eficacia y la eficiencia de nuevas y cada vez más sofisticadas tecnologías. Y nos están matando.

Uno se deja matar cuando cree ciegamente en las bondades del mal llamado desarrollo. Te han dicho que el desarrollo supone que vayas a una escuela, que ingreses a una universidad, que te conviertas en funcionario de un sistema que a duras penas te permite ganar un salario mensual, pagar tu casa y tus "obligaciones", alimentar a tus hijos, jubilarte y morir de viejo. La vida se redujo, se contrajo, se hizo miserable y triste. Y ahí vas, trasegando (que no caminando) un sendero que a duras penas conduce a un entierro de segunda clase.



Cada nuevo año, desde que escucho la radio y veo canales internacionales de televisión, la temporada de huracanes que comienza con el solsticio de verano es más feroz (no hablo de tifones y de ciclones, que son lo mismo aunque aluden a otras etnias, otras culturas y a gentes que solemos ignorar). Si mal no recuerdo, los terribles efectos de Katrina, aunque fueron predichos, no pudieron evitar que cientos de miles de habitantes de Nueva Orleans perdieran sus casas y sus enseres, sus animales y sus sueños, en una inundación que anticipa las decenas que habrá en el futuro próximo en las costas de los Estados Unidos. Nueva York sigue jactándose de ser la capital del mundo, sin intuir que se puede ser la capital de los desastres que provocan justamente la enorme atracción de esta ciudad, su desmesurado crecimiento, su desbordado consumismo, sus irracionales modelos de vida, su gigantesca insensibilidad y todo aquello que hoy concentran las grandes ciudades, que es la insolidaridad y el despilfarro, que es la funcionarización de la vida, que es la ceguera y el desconocimiento de la responsabilidad frente a un futuro venturoso que negamos a nuestros hijos, nietos, sobrinos, a todas las generaciones del siglo que creímos sería el de la redención de la miseria, el de la democratización de la educación, el de la liberación de las últimas etnias y naciones víctimas de colonialismos y tiranías e injusticias políticas o sociales.

Hace un poco más de treinta años intenté escribir una serie de relatos cuyo tema central era la muerte. No porque le rinda culto. Me atemoriza, sobre todo cuando no encuentro razones para que actúe, cuando es forzada, cuando nos la imponen. Contaba en uno de ellos cómo nuestra especie inventó el asesinato, que no existe en otras especies animales; hablaba de algunos misteriosos pasajes que quizás se abran para quienes abandonan el mundo que conocemos; afirmaba que el suicidio es una forma de matar en el que la sociedad, por la interpuesta mano de la víctima, muestra una de sus más horrendas caras...

Daniel Viglietti, canta-autor uruguayo cuyas canciones conocí desde finales de la década de 1960, dice que nuestras sociedades nos matan cuando trabajamos y cuando no lo hacemos, que hay niños que se parecen a los hombres (nos imitan) cuando matan a otros con el trabajo o con el despojo, que hay "ciegos" peores que aquellas personas que no pueden ver...



No hay nada de "natural" en las tragedias que se anuncian, ni se trata del final de los tiempos, ni hay profecías de inminente e inevitable cumplimiento en materia de mortandades. Sólo hay lo que todos conocemos pero frente a lo cual permanecemos pasivamente conformes: abusos del poder, políticos corruptos, traficantes de armas y de drogas, negociantes, imperios industriales, explotación intensiva de bienes ambientales, esclavitudes, comercio con todo aquello que signifique lucro enorme y poca inversión, estupidez generalizada en medio (y gracias a los medios) de todo aquello que pueda convertirse en espectáculo, moda (o, lo que es lo mismo, cambio sin transformación)...

Contra los "apocalípticos", creo en las bondades de la investigación científica y de los creadores o desarrolladores de nuevas tecnologías. Acaban de implantar un corazón artificial a un hombre y sigue vivo, hay cientos de amputados por minas y que caminan, disponemos de las mayores fuentes de información con que haya podido contar la humanidad en toda su existencia.

Contra los "integrados", pienso que nos dejamos llevar por el atractivo de la basura en que nos ha metido el modelo funcional de vida en el que estamos.

Para comenzar el nuevo año, sólo quisiera que cada uno de quienes leen esta nota pensara en qué tontería puede abandonar entre las pocas o muchas que ha incorporado a su vida; o qué uso creativo y solidario podría hacer de cualquier elemento que tenga a su alcance. Se puede llamar a un amigo para hacerle sentir la amistad y el apoyo en una circunstancia, se puede escribir un poema, se puede crear un cuento, se puede intentar comprender por qué se producen los huracanes y qué relación tienen con lo que hacemos diariamente. Se puede decidir que no se apoya a determinados políticos por razones de "tradición" o de conveniencia personal y ocasional. Se puede acariciar a un niño en la calle, se puede cantar y volver a las canciones de cientos de artistas que decidieron que no todo en el arte es comercio, se puede leer tanta y tan hermosa producción literaria que habla de historias ciertas de personas o de países cuya expresión decidimos ignorar en favor de las ligeras y tontas series de televisión que nos ofrecen algunas multinacionales en alta definición.

No es que este mundo esté matando gente lejana, ajena, distante. Es que nos mata y nos hace cómplices de la muerte.

No te dejes matar, no mates.

jueves, 5 de diciembre de 2013

MADIBA


"Amo de mi destino, capitán de mi alma"

En mayo de 2000 decidí perderme por las calles de Londres, en compañía de William y Anelio, dos indígenas Kunas que conocí cuando fui invitado por el Institute of Development Studies, de la Universidad de Brighton, a un Encuentro-Taller sobre "Comunicación para la Transformación Democrática de la Sociedad".

Perderse es esa forma de viajar que escogimos quienes no recalamos en hoteles y ansiamos tener real contacto con los sitios que visitamos, es decir con la gente que los habita. Y mis extravíos fueron seguidos por mis acompañantes, quienes no estaban interesados en los grandes monumentos para hacer fotografías en ellos sino en descubrir otro modo de vida, el de los londinenses atareados, el de millares de turistas del mundo entero queriendo untarse un poco de historia y disfrutando del verano que llegaba con soles esplendorosos y cielos azules, con días enormemente largos y sonrisas espontáneas en las calles.

Lo curioso de nuestra caminata dominical es que, andando sin rumbo, nos topamos con un busto de Nelson Mandela después de salir de una avenida y subir una escalera en medio de varios edificios, a pocas cuadras del Big Ben y el edificio del Parlamento, y un poco antes de llegar al "London eye", en una orilla del Támesis.

Dije curioso, pero creo que en el no calculado trayecto que recorrimos ese día terminamos por encontrar escenarios que corrientemente no se muestran en las guías turísticas, en los que afirmábamos la idea de que el mundo es cualquier parte y todas las partes, sobre todo en una urbe cosmopolita en la que una buena parte de los ciudadanos sabe valorar y respeta las diferencias con los demás habitantes del planeta.


Como sé que en estos días se contarán y se descubrirán cientos de historias sobre la vida de Nelson Mandela, y yo sé realmente poco sobre su vida, quiero compartir una idea que, creo, poco se resalta con respecto a la labor que este hombre generoso hizo por todos los sudafricanos.

Los noticieros y los periódicos del mundo entero hablarán sobre sus luchas. Yo siento que uno de los rasgos de grandeza de Mandela fue justamente percibir que la Vida no lucha, sólo persiste, se multiplica, se desarrolla, supera las amenazas y las contingencias que la acechan. La perspectiva de la lucha hace énfasis en la idea de una confrontación, de un enemigo, y en esa perspectiva es probable (suele ocurrir) que quienes aman la Vida terminen perdiendo batallas.

Mandela pensó de manera diferente, pues de otro modo habría transitado el camino de la mayoría de sus compatriotas víctimas del aparheid, una política de Estado construida sobre la idea de la superioridad de un grupo sobre otros, expresada mediante una segregación brutal y sangrienta. Había que pensar en un país posible para la minoría blanca y la mayoría negra, había que mostrarle al mundo que el absurdo sistema impuesto en 1948 subsistía porque otros países lo hacían posible al negarse a ver las inequidades y las injusticias del régimen, había que decir a grito herido que es posible un humanismo fundado en la solidaridad y la apertura de espacios para todos, porque ningún Derecho puede validarse con fundamento en la idea de que hay humanos que merecen más que otros.

Hay un cuestionamiento muy fuerte tras los gestos y las acciones de Mandela. Alguna vez Wilhelm Reich habló sobre la invitación que Jesús hacía para que cuando recibamos un golpe en una mejilla pongamos la otra ante el agresor. Y señalaba que el gesto no tiene la intención de darle aliento al agresor para que siga cometiendo tropelías sino para que descubra su cobardía frente a alguien que, inerme, lo enfrenta con argumentos y con razones.

Esta es mi nota de hoy. No se puede simplemente llorar y estar de luto.

Mi abrazo para los amigos que conversan conmigo cada vez que me leen.