jueves, 15 de noviembre de 2012

Me atrevo...


Atreverse no es tan difícil. Lo terrible es no saber cuándo o en qué dominios. Puede pasar que se ingrese a territorios desolados, en los que apenas se sobrevive, o que tardemos demasiado explorando ambientes que parecen ofrecer aquello que se busca y, sin embargo, estar hechos de apariencias.Pasa todo el tiempo.

Hay otro asunto: el por qué.

Comencé a escribir porque el cura Gómez, en el Seminario Conciliar San Pedro Apóstol (Cali, 1965) supo que hallé entre los libros de la biblioteca, en esas horas nocturnas que llamábamos "de estudio", un ejemplar de las Novelas Ejemplares de Cervantes, y que leí allí la historia de La Gitanilla, y el Coloquio de los perros, y El licenciado Vidriera. Yo apenas tenía doce años, y quizás apenas hoy comprendo que ese libro me pidió extraerlo de una estantería que lo había condenado a ser tan sólo un volumen (un objeto que ocupa un lugar y reduce entonces el aire que respiramos).



Escribí, por petición (más que todo exigencia) del cura, casi una parodia del Coloquio. Todavía recuerdo a Cipión y Berganza, "perros del Hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del Campo". No recuerdo los temas que trataban, pero sí la imagen que me hice de dos animales conversando en la oscuridad de una estancia, como no conversamos los humanos en la claridad de nuestros días.

Después, para mí mucho después (el tiempo juega con nosotros, al revés de lo que creemos), hice lo que creí un poema para una prima que entonces se me antojó ideal y deseable, quizás porque era decididamente diferente de lo que yo alcanzaba a ser. Y aprendí entonces que las diferencias encantan, tal vez porque secretamente nos hacen concientes de nuestras limitaciones.

La escritura, sin que lo supiera, me alejó de mi casa, de mis hermanas, de mi madre. Me llevó a circunstancias que exigían inventarme, me hizo actor. O tal vez la actuación, necesaria para sobrevivir, me llevó a seguir intentando escribir.

Hablo de atrevimientos porque sé que no hay otra forma de llegar a mí, porque comprendo que sólo se vive cuando se desborda un margen, que no hay destinos ni metas que nos salven. Escribir es un modo de ser, uno que no se conforma ni exige, el que obliga a mirar, ese que duele por cierto, el que des-cubre aquello que nos mueve.

Declaro que intento escribir una novela di-ferente: he acumulado cientos de lecturas, conozco historias que entretienen o que asombran o que inquietan o que conmueven. Y he querido atreverme a escribir pensando en que todos somos pésimos actores, en que no vale la pena creer que hay propósitos (lo mismo, pero de otro modo: ya Einstein nos dijo que el Universo no tiene ni fines ni principios). La novela debe ser una posibilidad de des-enmascararnos (sugerí a un grupo de jóvenes estudiantes que pensaran para el 31 de octubre en una fiesta de no disfrazados, de no empleados, de no hijos, de no funcionarios, de no consumidores, de no..., para ver quién llegaba).

Una vez me resultó una carta que se escribió con tintas de varios colores, y cada verde y cada rojo y cada negro en ella me hicieron ver que había sentidos insospechados, caminos nuevos, posibilidades diferentes de ser yo entre los muchos que puedo ser. Después hubo otra que me impusieron las hojas de una vieja agenda: resultó un inventario de emociones, una por cada día de la semana, que me acercó a una mujer que entonces amé. Y hubo también una carta-baraja, colección de expresiones que permitían combinatorias de emociones, un texto para que la destinataria encontrara un mensaje distinto con cada juego de lectura que ella misma intentara.

Ni qué decir que le debo muchas de mis "invenciones" a Julio Cortázar. Alguna vez, hace ya muchos años, pensé que podría crear un libro sin carátula: un montón de hojas amarradas a un centro, sin numeración, que permitieran leer hasta donde se quisiera a partir de una página elegida como inicio (no habría numeración, aunque sí una secuencia, pero el lector tendría que escoger dónde comenzaría su aventura). Luego pensé en una obra que consistiría en un conjunto de paquetes (capítulos) que cada lector iría extrayendo aleatoriamente.

La vida se ha atrevido a demostrar que el orden es una invención, no siempre tranquilizadora o eficaz. Después de mucho andar encuentro que el I Ching se ajusta al modo como entiendo el mundo: quiero atreverme a novelar un mundo que no acepta órdenes únicos, que intenta la comprensión de aquello que somos del mismo modo en que llegamos a acercarnos a esa verdad que nos acerca a la muerte (que nos permite vivir).



Por estos lares no solemos hacer preguntas acerca del Tao. Despreciamos las totalidades, tal vez porque vivimos tan escindidos que nos cuesta demasiado siquiera intentar armar el rompecabezas que somos.

Una novela que rompa cabezas puede ser el guiño para que nos demos cuenta de nuestro poliédrica forma de vivir. Quizás lleguemos a conocer caras o aristas (nunca el número de unas u otras), quizás nos acerquemos a esa idea de un humano que encuentra una razón para ser y para estar en el planeta que habitamos

Mis preguntas exigen que me atreva.

Hoy escribo para contar que intento escribir, y que creo tener un por qué.

No hay comentarios:

Publicar un comentario