El país se quiere revuelto, indignado, sorprendido. Y éso no es preocupante, más bien puede considerarse positivo y hasta provechoso.
Lo grave es que el gobierno nacional, el poder legislativo y el poder judicial se quieren revueltos, indignados y sorprendidos. Y ésto es no sólo preocupante sino sospechoso.
La llamada "reforma a la justicia" que hace apenas unos días aprobaron la Cámara de Representantes y el Senado de Colombia resultó ser más lesiva a los intereses de los colombianos que el proyecto que el Gobierno (léase Presidencia de la República y Ministerios del Interior y de Justicia) sometieron a su consideración.
El debate jurídico no interesa: el derecho es esencialmente un modo de validar un orden en una sociedad (sabemos que no existe el derecho "natural", y -como cantó Eugenio Potier- ya nuestas sociedades no aceptan salvadores supremos, "Ni César, ni burgués, ni Dios"). Marx y Nietzsche aportaron lo suyo para afirmar la idea de que tenemos que resolver nuestros asuntos de otros modos.
Ahora se escuchan voces de todos los sectores, los medios de comunicación andan a la caza de "culpables" (son tan ingenuos y tan absolutamente útiles idiotas), los políticos de todos los pelambres piensan cómo le sacarán partido a la situación.
Si se hace un recuento de "hechos", todos y cada uno de los que podemos asociar con la reforma, desde su incubación hasta su previsible aborto, muestran que nuestros "dirigentes", nuestros "legisladores" y nuestros "juristas" son personas consecuentes con la historia del país. Qué bueno sería que este "escándalo" sirviera para hacer caer en cuenta a muchos indignados de que sus firmas de hoy son una respuesta tardía e inocua frente al modo como se hace política y se gobierna y se imparte justicia en este país.
En India hay un sistema de castas que cuenta con una triste tradición de varios siglos. Allí los "Intocables" son el grupo indeseable de la población, los "contaminados", los "impuros", quienes deben dedicarse a los oficios más degradantes: limpian los oídos de personas de otras castas, lavan las alcantarillas, despiojan a los piojosos de castas "superiores". En Colombia los "legisladores" han soñado desde que existen con constituir la casta de los "intocables", pero no porque sirvan a otras personas sino porque esquilman, engañan y abusan de otros, porque suman cada vez más privilegios, inclusive el de no ser tocados por la "justicia" que quieren aplicar a los demás.
En la confusión creada por las "indignaciones" de todos (el Presidente, los mismos congresistas que redactaron los adefesios de la reforma, los otros que la votaron aún sin leer la propuesta de "conciliación" que delegaron en sus colegas, el Ministro que se hizo el loco o el inocente pero la avaló, los periodistas que quieren aparecer como voceros de los incontaminados, las Cortes que hace unas semanas buscaban cómo negociar prebendas para sus magistrados) nadie gana y todos ganan. Por éso las acusaciones de un lado a otro, por éso las mutuas recriminaciones, por éso las descalificaciones. Al final, no ganarán ni perderán el Presidente, los congresistas, los magistrados ni los periodistas (dicen que son el "cuarto" poder), pero seguramente sí habrá un balance negativo para el 90% de los colombianos (algo más de cuarenta millones).
Ninguna de las propuestas que se dan frente a la indignación colectiva es seria, ética o conveniente: ni siquiera vale la pena recordarle a quienes votan en cada elección que deben vigilar el comportamiento de sus "representantes". Lo grave es que uno se deje "representar" por alguien que en nada se le parece. El asunto no tiene que ver con que la reforma "se hunda", objetivo que ahora todos reclaman como propuesta propia y cuyo logro reclamarán como prueba de su honestidad, su confiabilidad y su rectitud.
Si este fuera el país que imagino, optaría por trabajar por la pérdida de la investidura de todos los congresistas de este país (quizás con excepciones, pero pocas, porque ahora -como en los reinados de belleza- todos posan).
El viejo Borges advirtió que "la democracia es un error de la estadística". La idea de que a uno lo "representen" es la peor enseñanza de la política.
Nota
previa: tanto el título de
este texto como los versos que aparecen como epígrafes son un “préstamo” de un
poema de Julio Cortázar. Aquí (en mí) se encuentran él y Alfredo Zitarrosa,
cuyas canciones hacen tanta falta.
Además: debo advertir que, contrario a lo que sucede con muchas publicaciones, ésta puede ser reproducida en parte o en todo, copiada, impresa, "fusilada", imitada, plagiada, siempre y cuando no se altere su sentido.
Yo tuve un hermano
no nos vimos nunca
pero no importaba.
Alfredo Zitarrosa me llegó “empacado” en un
casete de audio que circuló en Cali, entre amigos, hace ya casi veinticuatro
años. En mi pequeño apartamento del barrio Champagnat, en la muy conocida
“Calle del bombón”, solía reunirme con algunos de ellos para consumir las
noches de los fines de semana entre música y brandy, comentando noticias de
ocasión e intercambiando ideas sobre los libros que cada quién leía. Zitarrosa
nos “desacomodó” porque se acomodaba bien a nuestras experiencias, a nuestros
gustos, a nuestras urgencias, a nuestros conceptos y vivencias sobre el amor, a
nuestras sensibilidades de exiliados en una sociedad que aísla y expulsa de sus
ritmos y sus hábitos a quienes buscan contrarrestar los modos como la mayoría
de la gente se des-vive en ella.
Mi hija María del Mar lo conoció de inmediato, porque este tierno y recio oriental sabía cantar a las fantasías de los niños tanto como a los anhelos de los grandes.
La entrada en materia del casete que recibí era digna del
acontecimiento que celebraba un recital aplazado por otro exilio —político— de
uno de los más grandes cantores uruguayos de todo el siglo XX: en el estadio
Centenario, de Montevideo, una muchedumbre coreaba el nombre del país con la
fuerza de quienes han debido postergar la alegría por varios años, atemorizados
por una tiranía que suprimió derechos y asesinó a millares de uruguayos entre
1971 y 1985: primero, el presidente Pacheco Areco “encomendó” a las fuerzas
militares la conducción de la lucha contra el Movimiento de Liberación Nacional
Tupamaros; dos años más tarde, cuando el presidente Bordaberry quiso frenar el creciente poder de los militares sustituyendo al Ministro de Defensa Nacional por un general retirado, tuvo que pedir a los fusileros de la Armada que cerraran la entrada a la ciudad vieja de Montevideo, previendo la reacción (anunciada) de las Fuerzas Armadas. El Ejército llenó de tanques las calles principales de la ciudad y ocupó varias emisoras de radio, exhortando a los miembros de la Armada a unirse a “su causa”: alcanzar o impulsar la obtención de objetivos socio-económicos como incentivar las exportaciones, reorganizar el servicio exterior, eliminar la deuda externa opresiva, erradicar el desempleo, atacar los ilícitos económicos y la corrupción, reorganizar la administración pública y el sistema impositivo, redistribuir la tierra (cualquier parecido con otros “políticos militares” de cualquier otra parte del mundo es simple
expresión de una condición).
Apenas unos días más tarde Bordaberry
negoció con los militares a cambio de mantenerse en la presidencia, dando
inicio al mal llamado gobierno cívico-militar que posteriormente disolvería el
Congreso, restringiría todas las libertades ciudadanas y facultaría a las
fuerzas armadas y policiales para “asegurar la prestación ininterrumplida de
todos los servicios públicos”.
“No nos vimos nunca”, y no era necesario.
Unos años antes, cuando apenas terminaba mi bachillerato, había escuchado las
canciones de Daniel Viglietti reivindicando la lucha por la tierra (A desalambrar) y cuestionando los modos
como en nuestra parte del mundo desloman y empobrecen a los trabajadores (Me matan si no trabajo). Creo que
Zitarrosa era una voz que inconcientemente esperaba oir, un hermano necesario,
el cómplice de los muchos ideales que alimentaron la generación de los 60s, mi
generación.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
En el corregimiento de Tablones, de
Palmira, el río Nima termina su turbulento tránsito por las estribaciones
occidentales de la Cordillera Central, después de atravesar La Nevera, La
Quisquina, Potrerillo y La Zapata. En “Puente Rojo”, cuentan las historias que
no recogen los libros, cayó Francisco Garnica, un joven que “inventó” una
guerrilla opuesta a las guerrillas que negociaban apoyos de los países al este
de la “Cortina de Hierro”. Otro idealista, seguramente equipado más con sueños
que con armas y pertrechos de muerte, uno más de los miles de futuros truncados
por la guerra que nos han impuesto a los colombianos los poderes de todo tipo.
En toda América Latina el “foquismo” se
regó como pólvora después del triunfo de la revolución cubana. Los Tupamaros
uruguayos tuvieron que imaginar nuevos modos de buscar el camino para las
transformaciones sociales y políticas que estaban a la orden del día. Uruguay
es un país pequeño, con una población reducida. Zitarrosa encontró que sus
aportes para la construcción del “hombre nuevo” podían estar en sus canciones y
sus poemas.
Una canción nos puede transformar, si
hallamos sintonía con sus palabras y su música. Zitarrosa, de quien su padre se
desentendió toda la vida, adoptó primero el apellido de su primer padrastro y
luego el del segundo, un argentino con quien finalmente se casó su madre.
Habiendo padecido desde siempre el desarraigo de los afectos, quiso hermanarse
con toda suerte de hermanos en las tragedias de la vida. Se hizo locutor para
sobrevivir empleando su tierno vozarrón, escribió para un periódico, llegó a
ganar un premio de poseía que le otorgó un jurado en el que participó uno de
los más notables escritores latinoamericanos, Juan Carlos Onetti.
Anduvo por los campos de su país, por las
estancias de los ganaderos, y conoció las miserias y los afanes de los
jornaleros, a quienes cantó repetida y amorosamente.
En la ciudad padeció las insulsas rutinas de los trabajos que demandan nuestras sociedades y decidió viajar por el mundo, por su mundo latinoamericano principalmente. Solamente llegó hasta Bolivia y Perú, y en este último país la causalidad vestida de amistad lo llevó a presentarse como cantante en un canal de televisión. Y allí comenzó su carrera como compositor e intérprete de sus recuerdos, de sus inquietudes, del amor y de las ganas de contribuir para que los americanos del sur del río Grande hallemos un rumbo propio.
No se puede pensar América Latina sin que
sus habitantes nos sintamos hermanos. Si esta verdad no fuera subversiva hace
mucho nuestros políticos habrían seguido los sueños de integración de Bolívar,
de Artigas, de Martí, en vez de convertirse en los saboteadores de sus ideales.
Zitarrosa se hizo hermano de los hermanos
que no tuvo.
Lo quise a mi modo
le tomé su voz
libre como el agua.
Un hermano no es necesariamente el hijo de
uno de los padres biológicos que una persona tiene. Es quien hace eco de lo que
somos, quien se hace cómplice de lo que se anhela. Por eso es posible que uno
llegue a ser hermano de amigos, de vecinos, de alumnos, de compañeros de
trabajo, de ocasionales actores de las escenas en las que intervenimos.
Zitarrosa vivió seguramente como cualquier parroquiano, consumiendo cerveza o
vino barato, informándose en los periódicos sobre los diarios episodios de
ciudades que “humanizan” lo peor para cada uno de sus habitantes: prisas y
deudas, limitaciones y desencuentros, crímenes y negaciones. Y cantó con la voz
y con el alma del guitarrero que fue, reivindicando las coplas y las tonadas que
antes el viejo Atahualpa sembrara entre las gentes y los demás cantores de
nuestras tierras.
Le cantó a los paisajes y a las gentes que
conoció. En América Latina todos somos los mismos, aunque nos empecinemos en
ignorarlo. Esta verdad la han expresado en la literatura los mejores
intérpretes de nuestra historia, desde García Márquez hasta Carlos Fuentes,
desde José Donoso hasta Jorge Amado, desde Miguel Otero Silva hasta José María Arguedas…
Una voz cierta y clara es la voz de las
mayorías. Zitarrosa supo observar, vivir y hacer canciones con las diarias
ocurrencias de las vidas simples de nuestras gentes: cómo no reconocerse en
poemas cantados que hablan de las elementales circunstancias de un campesino,
de un oficinista, de una vendedora de frutas, hasta de una mariposa triste
entre las torres de cemento de una urbe…
A Zitarrosa no hay que intentar entenderlo,
pues basta con sentirlo. Creó un poema “por milonga” difícilmente superable en
su intensidad y su hermosura. Agua para beber. Guitarra Negra es quizás una de las creaciones más intensas y
hermosas del cancionero latinoamericano. La audición, que he compartido en
varias oportunidades con distintos amigos, agota por su fuerza y su belleza,
por su verdad de a puño y por la esperanza que siembra.
Hace ya seis años un sobrino decidió buscar
fortuna en el Reino Unido. Para su viaje, le regalé una moneda de una libra y
una canción de Zitarrosa. A mis estudiantes de Comunicación les presenté la
versión irrepetible de Milonga para una
niña, sabiendo que quizás conocían la versión de Andy Montañez.
Caminé de a ratos
cerca de su sombra
no nos vimos nunca
pero no importaba.
Pablo Milanés cantó sobre Los caminos, advirtiendo que éstos “no
se hicieron solos”. Muchos años antes Serrat había sentenciado que “…no hay
caminos, sino estelas en la mar”. Zitarrosa tenía que saber que uno no anda
seguro, que la confianza es una construcción difícil y que a veces los mejores
aliados de nuestros propósitos se encuentran sólo cuando corremos riesgos. A
veces esos apoyos tienen el rostro cuasi-indescifrable de la locura,
corresponden a quienes no se declaran seguidores de nuestras causas.
Dicho de otra forma, seguramente el
guitarrero oriental supo temprano que no siempre quienes se declaran incondicionales
con nosotros interpretan la vida y el mundo de manera similar a como alcanzamos
a hacerlo. El asunto no tiene que ver con desconfianzas sino con certezas: ya
dijo otro cantor (Facundo Cabral) que hay que saber la casa para saberlo todo.
A mí me dio por
averiguar cómo fue su vida. Y encontré discos y biografías, y grabé canciones e
historias, y le seguí el rastro a esta sombra de nuestras sombras. Y he andado
con él contando su historia.
Mi hermano despierto
mientras yo dormía.
Mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.
Hago nostalgia de
las ocasiones en que me ha cantado. No en vano se siente que se ha tenido un
hermano.
En 1957, en pleno apogeo de la llamada “Guerra
fría”, los militares de Estados Unidos diseñaron y decidieron probar la bomba
Hood, un arma experimental que provocaba en las personas expuestas a las
bacterias que diseminaba en el ambiente linfosarcomas (tumores malignos que
afectan los ganglios así como el tejido linfoide de diversos órganos).
Doce años antes ya habían comenzado a experimentar
con inyecciones de plutonio en algunas zonas de California. Aunque las páginas
de Internet suelen ofrecer todo tipo de información, es difícil hallar datos
sobre estos temas, pero con alguna insistencia pude encontrar un texto que
relata con algún detalle el caso de Albert Stevens, un hombre que fue escogido
como conejillo de indias para probar los eventuales efectos de una guerra
química o bacteriológica, para la que los militares estadounidenses suponían se
estaba preparando el ejército soviético.
La primera información que tuve sobre estos casos,
hace ya casi siete años, apareció en un programa de televisión de un reconocido
y reputado canal de televisión internacional, en el que se hablaba sobre
archivos desclasificados del gobierno de los Estados Unidos. Jamás repitieron
esos programas y hace unos pocos días, revisando papeles y cuadernos con la
idea de ordenar mi espacio de trabajo, encontré unas hojas amarillas en las que
había hecho rápidas anotaciones que hoy me animan a escribir este texto.
Cotejando mis notas de entonces con alguna
información que he podido “pescar” recientemente encuentro las que podrían considerarse
“grandes coincidencias”: la observación de que ni los “pacientes” ni sus
familiares supieron jamás qué ocurría, la amenaza para los militares y los
médicos implicados en los experimentos de que si hablaban serían declarados
traidores, la posterior negación del gobierno de los Estados Unidos de la
realización de los mortales experimentos.
En las notas recientes encuentro afirmaciones
sobrecogedoras: por ejemplo, se dice que las víctimas no eran elegidas al azar,
puesto que se requería disponer de personas sanas ya que si algunos órganos
como los riñones y el hígado no funcionaban normalmente los resultados de las
pruebas podían alterarse; también que se recomendaba “trabajar” con enfermos
terminales para que no tuvieran que sufrir a largo plazo los efectos de la
radiactividad. Se cuenta que después de recibir una inyección de plutonio la
señora Eda Schultz vivió 37, John Mousso 38 y Elmer Allen 44. Un niño
australiano de cuatro años de edad, Simeon Shaw, fue invitado a San Francisco por
el ejército norteamericano para recibir similar “tratamiento”, esta vez para
una rara forma de cáncer óseo. Seguramente pueden hallarse registros de los
medios masivos en los que se destaca la generosidad de la nación estadounidense
cuando el 26 de abril de 1946 Simeon fue recogido en el aeropuerto de esta
ciudad por una ambulancia de la Cruz Roja. El niño regresó al poco tiempo a su
país y murió un año después.
Mis notas del mencionado programa de televisión
registran que en septiembre de 1950, en la bahía de San Francisco, se diseminó
por el aire una cantidad “controlada” de serratia
marcescens, un bacilo que “puede encontrarse en la flora intestinal del hombre y de
algunos animales, en el ambiente y en reservorios pobres en nutrientes como el
agua potable, cañerías y llaves, así como también en insumos hospitalarios como
jabones y aún en antisépticos”[1].Lo que se describió en los medios como una “rara” enfermedad que afectó a
un pequeño sector de la población de la bahía (en el Centro Médico de Stanford
se atendieron 11 pacientes) se expresaba mediante fiebres altas, escalofríos y
alucinaciones.
Cuando se desclasificaron algunos archivos que
mencionaban estos experimentos, la Corte Suprema de los Estados Unidos señaló
que los mismos se sustentaban en la facultad discrecional del gobierno para
hacer pruebas “militares”.
En el verano de 1952 se hizo la simulación de un ataque
bacteriológico en áreas comerciales y residenciales de Minneapolis, resultando
afectados varios niños de la Escuela Primaria Clinton, quienes padecieron de
asma, pulmonía y otros problemas respiratorios. El caso se ventiló en algunas
audiencias públicas, en las que se hizo público que el ejército había esparcido
sulfuro de zinc y de cadmio. Sin embargo, los militares mantuvieron que el
polvo utilizado en sus pruebas era “totalmente” seguro.
En 1987, cuando consultaba documentos oficiales en una base de la
Fuerza Aérea en Albuquerque (Nuevo México), la periodista Eileen Welsome leyó
por casualidad una nota al pie que describía un experimento con plutonio en un
ser humano. En los años siguientes dedicó casi todo su tiempo libre a
investigar el asunto. Reconstruyó los experimentos y reunió mucha información
sobre las víctimas, pero ignoraba sus nombres, porque en todos los documentos
eran identificadas mediante códigos (CAL-1, HP-10, CHI-2). Siguiendo una pista
tras otra en 1992 llegó a Italy (Texas), un pueblito caluroso y polvoriento con
poco más de 1000 habitantes. A la mañana siguiente visitó a Fredna y Elmerine,
dos vecinas del lugar.
Las
tres mujeres conversaron, intercambiaron datos y reconocieron con tristeza que
el paciente CAL-3 era Elmer Allen, esposo de Fredna y padre de Elmerine. Elmer
fue la decimoctava y última víctima inyectada con plutonio el 18 de julio de
1947. La periodista logró averiguar nombres y apellidos de otras 16 víctimas.
Sólo quedó sin identificar un hombre joven que el 27 de diciembre de 1945 fue
inyectado con una alta dosis de plutonio en un hospital de Chicago (su nombre
codificado era CHI-3). Por la investigación de las inyecciones, publicada en
una serie de notas en el diario The Albuquerque Tribune, Welsome recibió en
1994 el premio Pulitzer.
Bueno,
el que aluda a casos de los Estados Unidos significa sólo que pienso que un
alto porcentaje de las enfermedades de mayor incidencia en nuestra modernidad
puede asociarse con el ejercicio del poder, así como con una industrialización
y unas economías que tienen como fin único enriquecer a los poderosos que las
dirigen.
Acaban
de informar en un noticiero de televisión colombiano que la OMS ha confirmado
que las emisiones de gases en vehículos que utilizan ACPM son causantes de la
mayor parte de los casos de cáncer pulmonar en el mundo (y nosotros felices con
los sistemas de transporte masivo). Nos alimentamos con productos procesados
llenos de contaminantes (preservativos, colorantes, saborizantes, agroquímicos
de todo tipo) y, sin embargo, seguimos deseando que las industrias nos
“faciliten” la vida mientras nos acercan la muerte.
Quizás
haga falta que propaguemos el “virus” de la información y la denuncia,
previendo que nuestros hijos tengan otras condiciones. La mayor y más terrible
enfermedad de la modernidad está en el tipo de sociedades que padecemos.
NOTA FINAL: Invito a ver mi blog Escrílogos Lecturnales, hecho con afecto para todos mis amigos (actuales y por venir).
Cuando se trata de flores, uno se pregunta si vale la pena o no arrancar una hermosa corola de su soporte, para regalarla y obtener a cambio una sonrisa, un beso o una promesa de amor, o si vale la pena dejar que un montón de colores siga su curso y atraiga o deleite o emocione a los eventuales transeúntes de la vereda.
¿Cuál es el propósito de la flor? Quizás atraer algún insecto que asegure la reproducción de la especie; tal vez motivar al casual enamorado que se aventura por una callejuela de estas ciudades que abruman y entristecen con tanto ladrillo; en algún caso, simplemente estar exponiéndose a los rayos de luz que el sol ofrece... Y hay flores que son la promesa de un fruto que nadie consumirá, que apenas sí (APENAS SÍ) darán a luz plantas similares a las que les dieron vida.
El asunto aquí tiene que ver con intenciones, con usos, con propuestas, y aún con posibilidades que nos rebasan.
No soy jardinero. Lo fue quizás Tagore, en un libro que afirma que "el amor es sencillo como una canción". Él fue reconocido con un premio de literatura, aunque hoy en día pocos puedan acreditar que leyeron novelas como Gora, un relato de amor en un país del que casi nada sabemos (a mí me lleva a recordar el observatorio de Jaipur, donde quizás jamás estaré, o la estación central del ferrocarril de Nueva Delhi, en la que seguramente nunca daré un paso).
El mundo es como es, sin que podamos hacer mucho por lograr transformaciones: algunos quisimos y queremos lo otro, y trabajamos en espacios pequeños, con públicos bastante modestos, con la creencia (certeza) de que no todo está perdido para una humanidad que todavía no conoce una razón cierta que la justifique. Damos vueltas y vueltas imaginando que hay un propósito que niega todos los propósitos individuales, tan precarios, tan egoístas y tan vacíos.
Acabo de entregar las calificaciones de un curso que me acercó a un poco más de un centenar de jóvenes. Dieciséis semanas de trabajo para llegar a encontrar el talento de un músico que es capaz de tocar la música de los negros que rompieron la vigilancia y los cercos de unos bien olvidados hacendados del Sur de los Estados Unidos (la música de esos negros jamás se olvidará). Alguien más se hace preguntas acerca de la libertad, y cuestiona nuestros modelos formativos, la legislación, la sabiduría de sus padres, las verdades de la ciencia, la validez de unas normas... El mundo no se detiene, y afortunadamente quienes vamos pasando por él no tenemos más que unas pocas y muy limitadas respuestas a tanta inquietud que provoca.
Hace ya treinta años tuve en la ventana de mi cuarto, en las residencias de la Universidad del Valle (apenas unos meses antes del allanamiento con el que fueron clausuradas, por la época en que unos conjurados del Vaticano asesinaron a un Papa que reinó treinta y tres días), unas glocinias rojas, del rojo más profundo y verdadero. Las cuidé como se cuida todo lo que se quiere, y mis cuidados permitieron que cada flor que nacía sobreviviera más de veinte días.
Como las flores, los jóvenes de hoy se abren al mundo. No siempre tienen la fortaleza que uno espera cuando siente que las flores deben durar tanto como un deseo, pero sólo ellos tienen la posibilidad de hacer que haya opciones, escenarios diversos, nueva vida, No hay nada qué hacer: quienes vivimos previamente no podemos hacer otra cosa que asumir el papel de jardineros, o de vándalos que acaban con los jardines, o de espectadores que contemplan un paisaje y lo disfrutan pasivamente, pensando que está hecho simplemente para que nos asombremos y creamos en una belleza externa, superior, trascendente...
Hay flores. Y cada flor promete un fruto, así no sea exactamente el que se prevé (ya habló Darwin de la evolución, esa fuerza transformadora e inevitable que nos habita). Y hay flores que se secan, y hay flores que se dejan fecundar, y hay flores que se dejan cortar para que alguien las contemple o las regale.
En lo que a mí respecta, las flores son las voluntades y las ganas de quienes se asoman al mundo con rabia, con la idea de que les han legado una realidad que no tiene por qué ser la que escojan.
No hay flores de mil días (aunque hay una variedad que lo pretende). Hay simplemente flores, que desafían con sus colores la precariedad de un día, y sólo porque existen nos reconcilian con el Universo (y sabemos que hay tantos otros, que no somos siquiera realidades).
Quizás los jóvenes de ahora sean poco informados (lo son), y quizás su idea de comprender el mundo sea limitada (lo es). Hay quien dice que la "magia" de la tecnología los ha perdido: esa persona piensa que para ellos todo consiste en apretar botones y hallar respuestas. Seguramente tendrán mayores dificultades que yo lo docentes de mañana que se interesan por provocar una idea más amplia (compleja) del mundo. Ahora todo es tan simple y tan directo...
Cuando se trata de estar frente a un grupo uno se pregunta qué vale la pena decir y qué es importante proponer. Al final se entera de que no hay caso, lo que no significa que no hay esperanzas: hay algo más que los saberes que uno cree ciertos, y las encrucijadas de nuestros devenires obligarán a quienes vienen a pensar de otros modos.
Lo cierto es que no es aconsejable que nos creamos responsables o determinadores del futuro: la esperanza cierta (que no es "cierta esperanza") es que nuestros muchachos encuentren caminos diferentes de los que trazaron hace cincuenta o más años otros jóvenes, alucinados con la idea del progreso y la felicidad comprada en centros comerciales. Seguramente hay algo que podemos hacer quienes estamos cerca del olvido: animarlos, decirles que son todo y que todo lo pueden, convencerlos de que pueden hallarse si se buscan de veras. Y nada más.