En 1957, en pleno apogeo de la llamada “Guerra
fría”, los militares de Estados Unidos diseñaron y decidieron probar la bomba
Hood, un arma experimental que provocaba en las personas expuestas a las
bacterias que diseminaba en el ambiente linfosarcomas (tumores malignos que
afectan los ganglios así como el tejido linfoide de diversos órganos).
Doce años antes ya habían comenzado a experimentar
con inyecciones de plutonio en algunas zonas de California. Aunque las páginas
de Internet suelen ofrecer todo tipo de información, es difícil hallar datos
sobre estos temas, pero con alguna insistencia pude encontrar un texto que
relata con algún detalle el caso de Albert Stevens, un hombre que fue escogido
como conejillo de indias para probar los eventuales efectos de una guerra
química o bacteriológica, para la que los militares estadounidenses suponían se
estaba preparando el ejército soviético.
La primera información que tuve sobre estos casos,
hace ya casi siete años, apareció en un programa de televisión de un reconocido
y reputado canal de televisión internacional, en el que se hablaba sobre
archivos desclasificados del gobierno de los Estados Unidos. Jamás repitieron
esos programas y hace unos pocos días, revisando papeles y cuadernos con la
idea de ordenar mi espacio de trabajo, encontré unas hojas amarillas en las que
había hecho rápidas anotaciones que hoy me animan a escribir este texto.
Cotejando mis notas de entonces con alguna
información que he podido “pescar” recientemente encuentro las que podrían considerarse
“grandes coincidencias”: la observación de que ni los “pacientes” ni sus
familiares supieron jamás qué ocurría, la amenaza para los militares y los
médicos implicados en los experimentos de que si hablaban serían declarados
traidores, la posterior negación del gobierno de los Estados Unidos de la
realización de los mortales experimentos.
En las notas recientes encuentro afirmaciones
sobrecogedoras: por ejemplo, se dice que las víctimas no eran elegidas al azar,
puesto que se requería disponer de personas sanas ya que si algunos órganos
como los riñones y el hígado no funcionaban normalmente los resultados de las
pruebas podían alterarse; también que se recomendaba “trabajar” con enfermos
terminales para que no tuvieran que sufrir a largo plazo los efectos de la
radiactividad. Se cuenta que después de recibir una inyección de plutonio la
señora Eda Schultz vivió 37, John Mousso 38 y Elmer Allen 44. Un niño
australiano de cuatro años de edad, Simeon Shaw, fue invitado a San Francisco por
el ejército norteamericano para recibir similar “tratamiento”, esta vez para
una rara forma de cáncer óseo. Seguramente pueden hallarse registros de los
medios masivos en los que se destaca la generosidad de la nación estadounidense
cuando el 26 de abril de 1946 Simeon fue recogido en el aeropuerto de esta
ciudad por una ambulancia de la Cruz Roja. El niño regresó al poco tiempo a su
país y murió un año después.
Mis notas del mencionado programa de televisión
registran que en septiembre de 1950, en la bahía de San Francisco, se diseminó
por el aire una cantidad “controlada” de serratia
marcescens, un bacilo que “puede encontrarse en la flora intestinal del hombre y de
algunos animales, en el ambiente y en reservorios pobres en nutrientes como el
agua potable, cañerías y llaves, así como también en insumos hospitalarios como
jabones y aún en antisépticos”[1]. Lo que se describió en los medios como una “rara” enfermedad que afectó a
un pequeño sector de la población de la bahía (en el Centro Médico de Stanford
se atendieron 11 pacientes) se expresaba mediante fiebres altas, escalofríos y
alucinaciones.
Cuando se desclasificaron algunos archivos que
mencionaban estos experimentos, la Corte Suprema de los Estados Unidos señaló
que los mismos se sustentaban en la facultad discrecional del gobierno para
hacer pruebas “militares”.
En el verano de 1952 se hizo la simulación de un ataque
bacteriológico en áreas comerciales y residenciales de Minneapolis, resultando
afectados varios niños de la Escuela Primaria Clinton, quienes padecieron de
asma, pulmonía y otros problemas respiratorios. El caso se ventiló en algunas
audiencias públicas, en las que se hizo público que el ejército había esparcido
sulfuro de zinc y de cadmio. Sin embargo, los militares mantuvieron que el
polvo utilizado en sus pruebas era “totalmente” seguro.
En 1987, cuando consultaba documentos oficiales en una base de la
Fuerza Aérea en Albuquerque (Nuevo México), la periodista Eileen Welsome leyó
por casualidad una nota al pie que describía un experimento con plutonio en un
ser humano. En los años siguientes dedicó casi todo su tiempo libre a
investigar el asunto. Reconstruyó los experimentos y reunió mucha información
sobre las víctimas, pero ignoraba sus nombres, porque en todos los documentos
eran identificadas mediante códigos (CAL-1, HP-10, CHI-2). Siguiendo una pista
tras otra en 1992 llegó a Italy (Texas), un pueblito caluroso y polvoriento con
poco más de 1000 habitantes. A la mañana siguiente visitó a Fredna y Elmerine,
dos vecinas del lugar.
Las
tres mujeres conversaron, intercambiaron datos y reconocieron con tristeza que
el paciente CAL-3 era Elmer Allen, esposo de Fredna y padre de Elmerine. Elmer
fue la decimoctava y última víctima inyectada con plutonio el 18 de julio de
1947. La periodista logró averiguar nombres y apellidos de otras 16 víctimas.
Sólo quedó sin identificar un hombre joven que el 27 de diciembre de 1945 fue
inyectado con una alta dosis de plutonio en un hospital de Chicago (su nombre
codificado era CHI-3). Por la investigación de las inyecciones, publicada en
una serie de notas en el diario The Albuquerque Tribune, Welsome recibió en
1994 el premio Pulitzer.
Bueno,
el que aluda a casos de los Estados Unidos significa sólo que pienso que un
alto porcentaje de las enfermedades de mayor incidencia en nuestra modernidad
puede asociarse con el ejercicio del poder, así como con una industrialización
y unas economías que tienen como fin único enriquecer a los poderosos que las
dirigen.
Acaban
de informar en un noticiero de televisión colombiano que la OMS ha confirmado
que las emisiones de gases en vehículos que utilizan ACPM son causantes de la
mayor parte de los casos de cáncer pulmonar en el mundo (y nosotros felices con
los sistemas de transporte masivo). Nos alimentamos con productos procesados
llenos de contaminantes (preservativos, colorantes, saborizantes, agroquímicos
de todo tipo) y, sin embargo, seguimos deseando que las industrias nos
“faciliten” la vida mientras nos acercan la muerte.
Quizás
haga falta que propaguemos el “virus” de la información y la denuncia,
previendo que nuestros hijos tengan otras condiciones. La mayor y más terrible
enfermedad de la modernidad está en el tipo de sociedades que padecemos.
NOTA FINAL: Invito a ver mi blog Escrílogos Lecturnales, hecho con afecto para todos mis amigos (actuales y por venir).
[1] Tomado de http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0716-10182002000400007&script=sci_arttext , artículo extraído
de La Revista Chilena de Infectologia.
Jaime, inicié con sus sacrílegos escrílogos lecturnales y he caído aquí. Me gusta mucho su doblez literario. Y pienso que si hay una enfermedad moderna se llama apatía; esa indiferencia y falta de deseo por hacer algo, minúsculo aunque fuera, por transformar esa materia que nombramos cerebro.
ResponderEliminarSaludos, haré difusión de estos escritos para el mundo que sí queremos.
Celebratoriamente.