La conciencia “tranquila”
Dicen casi todos los políticos, los servidores y los administradores de los recursos públicos,
cada vez que se cuestionan sus gestiones y sus procederes —y lo suelen hacer público—, que tienen la conciencia
tranquila. También lo están diciendo quienes hoy se aprestan a tomar una decisión
sobre los acuerdos de La Habana para “la terminación del conflicto y la
construcción de una paz estable y duradera”.
El conflicto no termina porque se
silencien las armas de dos bandos que se enfrentan. Termina realmente si se
escudriña sobre sus causas y se pacta para que estas se superen y no
reaparezcan. Es decir, la paz no es el resultado de acuerdos exclusivamente
referidos a frenar la confrontación armada sino el producto de una decisión comprometida
con suprimir los factores que desencadenaron esa confrontación. Así, el acuerdo
de La Habana no puede limitarse a un cese al fuego bilateral y definitivo,
porque lo que se ha acordado justamente es el tránsito por vías que resuelvan
las causas del fuego.
Esas causas se remontan a los
orígenes mismos de la historia nacional. Durante todo el siglo XIX y casi todo
el siglo XX “se cocinaron” los conflictos que desembocaron en la creación de
organizaciones armadas. La mayor parte de las veces, esos conflictos enfrentaron
a grupos dominantes de las élites liberal y conservadora, que hábilmente —y
apoyándose en la carencia de educación de la mayoría de los colombianos— lograron
que sus disputas se resolvieran en cruentos enfrentamientos entre gentes del
pueblo. La mayoría de tales enfrentamientos tienen que ver con los intereses de
hacendados, ganaderos, industriales, propietarios de empresas financieras o
transportadoras o comercializadoras o exportadoras o de medios de comunicación…
Y la mayoría de los mismos se asocian con la propiedad de la tierra o el
control de los medios para mover diversos sectores de la actividad económica
del país.
Si se lee el acuerdo, se verá que
el mayor énfasis está puesto en pensar un “nuevo campo colombiano”, en pensar
sobre posibles zonas productivas y de reserva, en resolver carencias con
respecto a la infraestructura (vial, de riego, eléctrica, de servicios), a
pensar en estímulos para la producción agropecuaria, en el mercadeo de los
productos agrícolas, en la formalización laboral de las labores rurales… No se
piensa en la agroindustria, en los terratenientes, en los ganaderos más poderosos,
pues en gran medida el conflicto tiene que ver con el “viejo campo”, el mismo
que se mantuvo casi inalterado desde comienzos del siglo XIX y que se sustentó
en prácticas heredadas de la mentalidad feudal de la España colonizadora.
Si se lee el acuerdo, se verá que
hay un énfasis grande en el tema de la participación política de los
colombianos en todas y cada una de las instancias y las decisiones que les
afectan. Y es porque la participación ha sido una quimera, pues nuestra “democracia”
se sustenta en la “representación” que quienes nunca han tenido poder delegan
en los que se han apropiado del poder y lo han empleado para incrementar sus
fortunas y para mantener un “orden” que es “su” orden (y cacarean, todavía hoy,
en favor de la libertad Y EL ORDEN, obviamente porque el ordenamiento lo han
impuesto y lo han mantenido de manera que no contraríe sus aspiraciones).
Si se lee el acuerdo se verá que
hay un énfasis especial en el tema de la justicia transicional. Y esto es
porque la otra justicia, la de siempre, no es una justicia equilibrada e
imparcial. Sabemos que muchos políticos eluden la justicia de todas las formas
posibles: pagan fianzas elevadas, viajan al exterior y se pierden, cuentan con
abogados que solo ellos pueden pagar, pactan arreglos con los administradores
de la justicia para que se les rebajen penas o se les otorguen beneficios…
Cuando se trata de dineros, los tienen en cuentas en el exterior que no pueden
ser rastreadas o intervenidas…
La justicia es la de quien tiene
el poder, en cualquier época y en cualquier lugar. Sería extraño que se juzgara y se
condenara a un presidente de los EE.UU. por las muertes de civiles (ningún
combatiente) en Hiroshima y Nakasaki, o en Vietnam… A nadie condenaron en
Colombia por la masacre de las bananeras en 1928, y a ningún político de los
partidos tradicionales sometieron a la justicia por miles y hasta millones de
muertos colombianos en todas las mal llamadas guerras “civiles” del siglo XIX y
la primera mitad del siglo XX…
La conciencia “tranquila” no
puede ser la conciencia de quienes creen que no tienen velas en el entierro de
tantos muertos (la expresión debe ser literal, y por eso mismo es falsa: en
realidad casi todos los colombianos tenemos, o deberíamos tener, velas… porque
un familiar, un amigo, un vecino o un conocido han sido víctimas de lo que
hemos aceptado como normal).
Es hora de tener la conciencia
intranquila, aunque sepamos que muchos insistirán en su tranquilidad (en los
pueblos vallecaucanos dicen que viene de “tranca”).
Luis Jaime Ariza Tello
Septiembre 16 de 2016
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