jueves, 29 de enero de 2015

E l    N i ñ o    V i e j o


Habría podido cumplir los noventa y cuatro años el próximo 24 de marzo. Una pitonisa en Barquisimeto le dijo hace algo más de siete años que viviría hasta los ciento veinte. Pero entre las ganas de vivir y las posibilidades ciertas de hacerlo, sobre todo cuando se quiere vivir de veras, hay enormes distancias, y el cuerpo no resistió sino hasta ayer, miércoles 28 de enero.

Mi madre, en medio de las confusiones del olvido que trae la edad, preguntaba insistentemente desde hace dos años por qué don Víctor no se decidía a regresar a Colombia, teniendo en cuenta que ya contaba con dos jubilaciones, y quizás consciente de que la patria -como dijo el buen Borges- es la infancia. Pero vamos descubriendo que la patria también son los sueños y las ambiciones, y él viajó definitivamente para establecerse en Valencia (Venezuela) hace medio siglo, tras un sueño que tenía los colores del amor, de una familia, del recomienzo de la vida.

Víctor Dionisio Ariza Prada (marzo 24 de 1921 - enero 28 de 2015)

Yo me hice amigo suyo después de alejarme de mi casa, porque entonces pudimos conversar como personas autónomas, sin más atadura que el afecto y el respeto que nos profesamos. Justamente el respeto fue siempre una de sus enseñas, porque es la cualidad más importante del maestro que fue toda su vida, desde que dictó clases a sus propios compañeros de bachillerato en la Normal Superior de Varones de Quibdó.

Anduvo luego, siempre como educador, por Tunja, por Medellín y por Cali, en su querida Universidad del Valle, en la que se jubiló como Jefe del Departamento de Matemáticas al comienzo de la década del 70. Fue en esa época cuando pude compartir con él mis últimos años de educación media, primero en un apartamento de Miraflores, cuando el cerro apenas comenzaba a poblarse, y luego en San Juan Bosco.

Como buen matemático me enseñó que la importancia de formarse en esta disciplina no radica en la acumulación de saberes y destrezas para manejarla sino en el conocimiento de su razón de ser y de su historia. Pedirle una explicación significaba disfrutar de una larga sesión en la que situaba los orígenes de cada procedimiento, contaba episodios de la vida de quienes hallaron la solución a un determinado problema, y exponía los modos como habían evolucionado el pensamiento y los procedimientos para abordar y resolver nuevos asuntos. Más que las matemáticas, como en cualquier disciplina, importa saber el por qué de lo que se sabe.

Jamás encontré un ex-alumno suyo que no reconociera su calidad como educador.

Y como no se puede ser educador sólo en las aulas, dedicaba el tiempo con sus amigos y con su familia a formar sobre otros temas. A su lado, en muy corto tiempo, pude construir mi propia visión sobre el valor enorme de la libertad y el derecho a pensar por cuenta propia.

No pudo desprenderse de sus creencias, pero algunos de sus hijos lo hicimos por él, sintiendo siempre que era un demócrata, que aborrecía las injusticias, que valoraba toda suerte de idealismos fundados en la razón y el servicio a los demás...

Su paso por la gobernación de Chocó, durante el segundo gobierno del Frente Nacional (Guillermo León Valencia), le dio la oportunidad de volver a sus raíces, si bien terminó renunciando en medio de las pugnas y los oportunismos que han hecho de ese departamento un territorio de enormes injusticias, olvidos y saqueos.

Me regaló el conocimiento de los poetas españoles de la generación del 98 (del siglo XIX), y en su biblioteca me asomé a muchas páginas de Unamuno, de Valle-Inclán, de Benavente, de Blasco Ibáñez, de Pío Baroja, de Azorín y, por supuesto, de los hermanos Miguel y Antonio Machado, algunos de los cuales todavía considero amigos y maestros; pero también de la llamada generación del 27 (del siglo XX), principalmente Jorge Guillén, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Vicente Aleixandre... Tras ellos había la historia de una Guerra Civil, y más atrás toda una filosofía que animó desde Europa los debates de un siglo en el que emergieron y tomaron forma las principales ciencias sobre la sociedad.

Pero mucho antes, en casa, sentados mis cinco añitos sobre sus piernas mientras él resolvía los crucigramas de El País, de Occidente, de El Tiempo o de El Espectador (llegó a comprar cada domingo los cuatro periódicos), descubrí su pasión por el lenguaje y la expresión limpia y clara que siempre lo distinguió, y que creo haber heredado, tanto como la pasión por la docencia (que lo contrarió mucho antes de que yo la asumiera). Con él descubrí la necesidad de andar siempre con un diccionario a la mano (el "Manual", que había entonces en casa, y luego el pequeño gran Larousse). Una carta (a mi madre) de hace sesenta años ilustra mejor lo que cuento:







































Sé que tuvo su época de bohemio, que intentó la guitarra, que le gustaba mucho bailar.

Ayer lo despedimos como suele hacerlo el clan Ariza, con la re-cordación plena, la que nace de la gratitud y la admiración y el amor de hijos y sobrinos y nietos.

Lo de "Niño Viejo" le viene porque debió hacerse mayor desde adolescente. Últimamente era un "Viejo Niño" que hacía sentir su necesidad constante de atención y que se conmovía con facilidad. Mi despedida en Maiquetía cuando lo visité hace seis años fue dolorosa y húmeda, como es hoy este ejercicio del amor.

En Bogotá, enero 29 de 2015