viernes, 23 de noviembre de 2012

Un mar de siete colores...

San Andrés, Providencia, Santa Catalina, los cayos. Colombia, Nicaragua. La Corte Internacional de Justicia de La Haya, el Pacto de Bogotá, el Tratado Esguerra-Bárcenas. Muchas fechas, muchos presidentes de la República, millares de viajeros, Puerto Libre, raizales...

En el imaginario de los colombianos, aquél que predomina entre la mayoría de los "interioranos", abundan ideas fragmentarias o distorsionadas sobre la realidad del litigio entre Colombia y Nicaragua por la soberanía sobre islas y cayos en el Caribe, por la extensión del mar territorial de cada país, por los límites que uno establece con el otro para navegar, para pescar, para explorar y explotar eventuales yacimientos de hidrocarburos.

No hay límites "naturales", ni entre Estados ni en el interior de los países, ni en ningún punto del planeta. Los límites, en este sentido, están determinados por las posibilidades de acceso a un territorio que los humanos tenemos. Los límites de Europa en el siglo XV se extendieron como resultado del viaje de un aventurero que imaginó la redondez del mundo y quiso llegar a las Indias arriesgando su vida y la de unas decenas de marineros tal vez hastiados de las limitaciones de un reino del que poco o nada esperaban. Las carabelas hicieron posible redefinir el mapa de la España de los Reyes Católicos, tanto como las espadas de los ejércitos que llegaron detrás de los conquistadores para asegurar la extracción de tantas novedades y riquezas que alimentaron el ingreso a nuevos modos de comerciar, de producir, de vivir.


En los imaginarios de los pueblos, los límites hablan de gobernantes y guerreros atrevidos, de exploradores, de territorios abundantes en faunas y floras exóticas, de etnias con costumbres y lenguas extrañas, de religiones que se comparten o se excluyen, de colonizaciones, de exclusiones...

San Andrés es lo que usted piensa que es. Así de sencillo.

Hoy se habla más de la isla, de las islas, del archipiélago, de los cayos, del mar de los siete colores. Y está bien. Periódicamente los isleños han reclamado que se hable de esa porción de tierra que el resto de los colombianos considera un lugar para vacacionar y para comprar productos extranjeros a precios algo más bajos que aquellos que los tratados de libre comercio comienzan a imponer en los mercados del mundo entero.

Los límites tienen mucho que ver con qué hay en cada territorio que se reclama como propio. Si así no fuera, las independencias no costarían tanta sangre. Los europeos saben muy bien qué hay tras una frontera. Y lo saben más todavía quienes se atrevieron en algún momento a levantarse para reivindicar una autonomía, el derecho a vivir de acuerdo con un ideal que no comprenden los invasores de un territorio.

Los límites, las fronteras en general, son producto de la idea de que para vivir un pueblo necesita un territorio en el que pueda suplir sus demandas y construir caminos para transformar en realidad sus sueños. Los límites "naturales" cedieron el paso a las fronteras, que ya no tenían nada de natural: el derecho incorporó una nueva preocupación para los reinos, los Estados, los gobiernos, los pueblos. Y el derecho se impuso, porque el mundo se hizo pequeño, porque los bienes ambientales se convirtieron en "recursos" y los recursos son transables, transformables, vendibles. De otro modo, no importarían tanto los límites y menos aún las fronteras.

En San Andrés, Providencia y Santa Catalina, los isleños colombianos se hicieron a la idea de que el mar es de nadie y es de todos, y el Estado colombiano se hizo a la idea de que el derecho consuetudinario, sumado a unos títulos otorgados por la Corona española a comienzos del siglo XIX, determinaban que las islas y los cayos vecinos a ellas, al oeste, hasta el meridiano 82, estaban dentro de los límites del país, y que esos límites eran claros, una frontera indiscutible e indisputable.

Pero los límites siempre llevan a que las miradas de los vecinos tomen nota de lo que no poseen. Y Nicaragua se creyó con derecho para reclamar territorios y áreas marítimas en virtud de un nuevo derecho del mar, y con base en la proximidad de las islas colombianas a su territorio continental.

Porque las fronteras establecen límites (para quienes están del otro lado de ellas) se hizo necesario que se establecieran "en derecho", que se negociaran, que se pactaran, que se acordaran modos de definirlas, protegerlas, hacerlas respetar.

Y Colombia, que se dice "país de leyes", "respetuoso del derecho internacional" (el imaginario que los políticos han popularizado desde los gobiernos de la Patria Boba), pactó con los países vecinos para fijar sus fronteras y sus límites. Recuerdo las clases de geografía de mi último año de primaria, con el profesor Betancourt, un caldense que gozaba de gran prestigio en el colegio del Virrey Solís, de Bogotá, hablando de tratados con Ecuador (Muñoz Vernaza-Suárez), con Panamá (Thomson-Urrutia), con Perú (Salomón-Lozano), con Venezuela (Michelena-Pombo)...

Pero el mundo de la globalización no es el mismo de hace cuarenta o cincuenta años. Los temas ambientales, el concepto de recursos, la noción de riqueza, la idea de soberanía, todo ha cambiado. El problema de los gobernantes colombianos parece ser que siguen apostándole a nociones fijas asociadas con una noción de "patria" que para nadie es clara (¿qué significa "patria" para un presidente, qué para un empresario, qué para un indígena?) y con una idea de gobernar que poco ha evolucionado.

Los nicaragüenses, más al día en asuntos del derecho internacional, demandaron ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya el tratado Esguerra-Bárcenas. No creen que frente al nuevo derecho del mar pueda sostenerse una frontera que niega las 200 millas de mar territorial que muchos otros países del mundo tienen frente a sus costas; sabían que frente a la nueva mirada un tribunal internacional revisaría las fronteras. Los gobernantes colombianos aceptaron que ese tribunal internacional dictaminara cuáles son los límites y las posesiones del país con respecto a los vecinos nicaragüenses.

Pero allí no está el error. Lo trágico, lo que denuncian los isleños de Colombia, es que han sido ignorados por tradición, que como no tienen industrias ni productos escasos o exóticos, podían ser tratados como Intendencia, y que debían agradecer que las cadenas hoteleras construyeran en la isla sus edificios para que turistas y comerciantes pasaran por allí y dejaran algún dinero con cada visita y cada compra en el puerto libre. Política social, política cultural, política de participación, política de educación, política de empleo, política de vivienda, nada de ésto hubo.

El 7 de marzo de 2008, en la XX Cumbre Presidencial del Grupo de Río, en República Dominicana, el presidente colombiano Alvaro Uribe, siguiendo esa línea del imaginario nacional que gobiernos anteriores venían construyendo y promoviendo en el país ("Nos asiste una razón histórica", "confiamos en que se respetará una tradición que se inicia a comienzos del siglo XIX", "Como hemos respetado los tratados y el derecho internacionales, se respetará nuestra visión"), al tiempo que ponía su brazo sobre el hombro de Daniel Ortega, afirmó que cualquiera que fuera la decisión de la Corte sobre el litigio, Colombia la respetaría. Lo dijo públicamente, frente a otros jefes de Estado, porque estaba convencido de que el mundo le creería más a Colombia y a Uribe que a Nicaragua y Ortega, quizás porque en su propio imaginario era imposible pensar que se aceptara más la posición de un líder sandinista que la de un abogado con postgrados en Harvard.

Hoy, 23 de noviembre, los isleños han rechazado la presencia del expresidente en la marcha con la que piden al gobierno nacional que desestime el fallo de la corte de La Haya.


Algunos isleños han señalado que su marcha es casi la expresión de un juicio político a los gobernantes que los han excluido e ignorado (al anterior gobierno no permitió la presencia de los isleños en la comisión que participó en los debates frente a la corte de La Haya).

Está bien que muchos colombianos hablen de "dolor de patria", aunque valdría la pena que intentaran al menos precisar de qué patria hablan. El dolor debería expresarse como indignación con la llamada "clase política": once años (muchos más, pero sólo hagamos cuenta desde que Nicaragua hizo su reclamo) debieron bastar para que, aparte de pagar abogados, los gobiernos colombianos atendieran demandas de las gentes de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, para que otorgaran créditos y ofrecieran capacitación a los pescadores, para que se hiciera presencia activa (no sólo con fragatas y soldados) en las islas y los cayos.

Siete colores tiene el mar, muchos planos el asunto de los límites. Pero un país que se somete a un tribunal internacional debe respetar y acoger sus fallos. Daniel Ortega ha dicho que no impedirá que los pescadores colombianos sigan desarrollando su actividad en el mar que la Corte de La Haya ha dicho que pertenece a Nicaragua. Habría que pensar en negociar con ese país, aunque no se renuncie a pedir las aclaraciones y las revisiones que se estimen convenientes, justas y procedentes frente al fallo.

En Colombia se suele hablar mucho de "responsabilidad política" cuando un grupo político quiere emplazar a funcionarios de un sector diferente al propio por fallar en su desempeño.

Hablemos de responsabilidades políticas.

Nota: me sorprende gratamente que unos amigos ya usen el Indalo como complemento de su logotipo de identificación en internet (redes, etc.). Significa que la idea de ser solidarios cala, y que de a poquitos hay quienes creen que pueden ser para otros lo que otros esperan de ellos. Un abrazo para ellos y para todos los que creen que es posible otro mundo.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Me atrevo...


Atreverse no es tan difícil. Lo terrible es no saber cuándo o en qué dominios. Puede pasar que se ingrese a territorios desolados, en los que apenas se sobrevive, o que tardemos demasiado explorando ambientes que parecen ofrecer aquello que se busca y, sin embargo, estar hechos de apariencias.Pasa todo el tiempo.

Hay otro asunto: el por qué.

Comencé a escribir porque el cura Gómez, en el Seminario Conciliar San Pedro Apóstol (Cali, 1965) supo que hallé entre los libros de la biblioteca, en esas horas nocturnas que llamábamos "de estudio", un ejemplar de las Novelas Ejemplares de Cervantes, y que leí allí la historia de La Gitanilla, y el Coloquio de los perros, y El licenciado Vidriera. Yo apenas tenía doce años, y quizás apenas hoy comprendo que ese libro me pidió extraerlo de una estantería que lo había condenado a ser tan sólo un volumen (un objeto que ocupa un lugar y reduce entonces el aire que respiramos).



Escribí, por petición (más que todo exigencia) del cura, casi una parodia del Coloquio. Todavía recuerdo a Cipión y Berganza, "perros del Hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del Campo". No recuerdo los temas que trataban, pero sí la imagen que me hice de dos animales conversando en la oscuridad de una estancia, como no conversamos los humanos en la claridad de nuestros días.

Después, para mí mucho después (el tiempo juega con nosotros, al revés de lo que creemos), hice lo que creí un poema para una prima que entonces se me antojó ideal y deseable, quizás porque era decididamente diferente de lo que yo alcanzaba a ser. Y aprendí entonces que las diferencias encantan, tal vez porque secretamente nos hacen concientes de nuestras limitaciones.

La escritura, sin que lo supiera, me alejó de mi casa, de mis hermanas, de mi madre. Me llevó a circunstancias que exigían inventarme, me hizo actor. O tal vez la actuación, necesaria para sobrevivir, me llevó a seguir intentando escribir.

Hablo de atrevimientos porque sé que no hay otra forma de llegar a mí, porque comprendo que sólo se vive cuando se desborda un margen, que no hay destinos ni metas que nos salven. Escribir es un modo de ser, uno que no se conforma ni exige, el que obliga a mirar, ese que duele por cierto, el que des-cubre aquello que nos mueve.

Declaro que intento escribir una novela di-ferente: he acumulado cientos de lecturas, conozco historias que entretienen o que asombran o que inquietan o que conmueven. Y he querido atreverme a escribir pensando en que todos somos pésimos actores, en que no vale la pena creer que hay propósitos (lo mismo, pero de otro modo: ya Einstein nos dijo que el Universo no tiene ni fines ni principios). La novela debe ser una posibilidad de des-enmascararnos (sugerí a un grupo de jóvenes estudiantes que pensaran para el 31 de octubre en una fiesta de no disfrazados, de no empleados, de no hijos, de no funcionarios, de no consumidores, de no..., para ver quién llegaba).

Una vez me resultó una carta que se escribió con tintas de varios colores, y cada verde y cada rojo y cada negro en ella me hicieron ver que había sentidos insospechados, caminos nuevos, posibilidades diferentes de ser yo entre los muchos que puedo ser. Después hubo otra que me impusieron las hojas de una vieja agenda: resultó un inventario de emociones, una por cada día de la semana, que me acercó a una mujer que entonces amé. Y hubo también una carta-baraja, colección de expresiones que permitían combinatorias de emociones, un texto para que la destinataria encontrara un mensaje distinto con cada juego de lectura que ella misma intentara.

Ni qué decir que le debo muchas de mis "invenciones" a Julio Cortázar. Alguna vez, hace ya muchos años, pensé que podría crear un libro sin carátula: un montón de hojas amarradas a un centro, sin numeración, que permitieran leer hasta donde se quisiera a partir de una página elegida como inicio (no habría numeración, aunque sí una secuencia, pero el lector tendría que escoger dónde comenzaría su aventura). Luego pensé en una obra que consistiría en un conjunto de paquetes (capítulos) que cada lector iría extrayendo aleatoriamente.

La vida se ha atrevido a demostrar que el orden es una invención, no siempre tranquilizadora o eficaz. Después de mucho andar encuentro que el I Ching se ajusta al modo como entiendo el mundo: quiero atreverme a novelar un mundo que no acepta órdenes únicos, que intenta la comprensión de aquello que somos del mismo modo en que llegamos a acercarnos a esa verdad que nos acerca a la muerte (que nos permite vivir).



Por estos lares no solemos hacer preguntas acerca del Tao. Despreciamos las totalidades, tal vez porque vivimos tan escindidos que nos cuesta demasiado siquiera intentar armar el rompecabezas que somos.

Una novela que rompa cabezas puede ser el guiño para que nos demos cuenta de nuestro poliédrica forma de vivir. Quizás lleguemos a conocer caras o aristas (nunca el número de unas u otras), quizás nos acerquemos a esa idea de un humano que encuentra una razón para ser y para estar en el planeta que habitamos

Mis preguntas exigen que me atreva.

Hoy escribo para contar que intento escribir, y que creo tener un por qué.